¿Quién es ese elegantísimo,
orondo y gran caballero?
Eso es un intermediario en el negocio frutero,
eso es un intermediario en el negocio frutero.
¿De quién es ese palacio,
orgullo del pueblo entero?
Eso es de un intermediario en el negocio frutero,
¿eso? de un intermediario en el negocio frutero.
¿De quién es ese automóvil,
tan lujoso y tan ligero?
Eso es de un intermediario en el negocio frutero,
¿eso? de un intermediario en el negocio frutero.
¿De quién es ese vapor?
¿De quién es ese velero?
Pues es de un intermediario en el negocio frutero, pues de un intermediario en el negocio frutero…
Polka frutera
Cada vez que los campesinos de cualquier lugar de España se quejan por los irrisorios ingresos que obtienen con la venta de sus cosechas y por los estratosféricos precios al que luego se encuentran sus productos en los supermercados, suenan los compases y la letra de la Polka frutera, un clásico en el repertorio de Los Sabandeños.
En el imaginario colectivo, ese mediador que encarna la gran superficie se viste de “gran caballero” y luce riquezas sin fin, mientras que, en la cadena de valor, alguien paga irremediablemente las consecuencias. Efectivamente, el intermediario tiene muy mala fama, y es una herencia que viene del mundo rural, tan duro para unos y, aparentemente, tan buen negocio para otros, precisamente para aquellos que nunca tuvieron que doblar el espinazo cavando, podando, abonando o curando el suelo, en verano e invierno, en días de lluvia y frío, pero también de insoportable calor. Como consecuencia de este desequilibrio, el campo español se ha quedado sin agricultores. La faena es muy dura para lo poco que genera. Es la que queja que se hace desde las asociaciones de trabajadores y empresarios del campo.
Sin embargo, esta mala imagen del intermediario trasciende el mundo agrícola. Se podría decir que el intermediario comercial es sospechoso hasta que no se demuestre lo contrario. Es curioso que así sea en un país como España, donde históricamente ha estado tan poco arraigada la venta directa y la venta por catálogo, y donde siempre hemos sido más propensos a acudir al mercado y saludar y entablar conversación con el tendero, quizá porque nos gusta socializarnos de esta manera.
Pero el intermediario de informática no es ni tiene el poder de un Carrefour o un Alcampo, que según muchos agricultores han reventado el mercado hortofrutícola. La tienda de informática, incluso las grandes cadenas que venden ordenadores, tabletas y electrónica de consumo, nunca han podido establecer los precios a su antojo ni mantener unos márgenes elevados. Los productos tecnológicos han sido siempre de los más deflacionarios de los lineales porque salen de las fábricas de una industria muy competitiva.
Un PC costaba hace 10 o 15 años 3.000 o 4.000 euros, y hoy si pasa de 1.000 lo consideramos un lujazo, un verdadero equipo premium. La competencia en el mundo tecnológico es global y feroz, y cada vez son más cortos los procesos de popularización de las tecnologías, lo que acelera las caídas de los PVP y de los márgenes que dejan. Un ejemplo: el smartphone era una rareza en 2007 (justo antes de la salida del primer iPhone) y hoy lo lleva cualquier hijo de vecino, mientras que el televisor o el propio PC tardaron décadas y lustros en ser moneda corriente en domicilios y oficinas.
Además, al contrario de lo que pasa en muchos sectores, como el alimentario, el sanitario o incluso el de los muebles, la competencia de la venta directa y de la venta online de producto es real en el ámbito de la informática. Amazon no es ninguna broma. Junto a los viajes o a las entradas de espectáculos, los ordenadores, los teléfonos o los lectores de libros electrónicos son de los productos que más se adquieren por Internet, tanto a proveedores nacionales como a otros que están a miles de kilómetros de aquí. Eso también ha diluido mucho el papel del intermediario comercial en este mundo de las nuevas tecnologías.
Como consecuencia de todo ello, y también de la atonía del consumo, en los últimos años el retail de informática ha sufrido de lo lindo. Han cerrado cadenas potentes como PC City (Dixons), que a pesar de tener miles y miles de metros cuadrados de exposición y estar respaldado por una estructura multinacional, no pudo aguantar, y muchas miles de tiendas de barrio. Y es una gran pérdida, porque además de mantener puestos de trabajo y vida comercial en las ciudades y pueblos, las tiendas hacían una labor de pedagogía de las nuevas tecnologías y de sus beneficios, algo crucial en un país con bajas tasas de penetración de las TI y con deficiente niveles de uso de las mismas.
En fin, que el revendedor de informática nunca tuvo que ver con el famoso intermediario de la polca de Los Sabandeños, “elegantísimo, orondo y gran caballero”, propietario de palacios, automóviles ligeros y veleros. Nuestro distribuidor de informática ha sido y es más bien todo lo contrario: un señor que desde hace décadas se bate el cobre día a día y en un entorno muy competitivo y hostil, y que no se puede permitir ni caprichos ni un gramo de colesterol (comercial, se entiende).